Siempre pensé que Jenna y yo compartíamos todo. Pero cuando me excluyó de su fiesta de cumpleaños, me di cuenta de que me había quedado fuera de algo más que un evento. El verdadero golpe llegó cuando supe por qué.
Llevábamos cinco años casados y yo creía que nuestras diferencias se equilibraban. Yo era práctico; a ella le encantaba el lujo. Me había pasado un año ahorrando para un regalo especial -un par de pendientes de diamantes-, pero estaba claro que no era suficiente. Jenna organizó una extravagante fiesta de cumpleaños en secreto, en la que me excluyó porque le daba vergüenza que no pudiera igualar los lujosos regalos de sus amigas.
Me presenté, le regalé los pendientes y vi cómo se iluminaba delante de sus amigas. Pero algo se había roto dentro de mí. Me fui, volví a casa y escribí una carta. En ella le decía que la segunda parte de su regalo era la libertad, para los dos.
Solicité el divorcio, dándome cuenta de que merecía a alguien que valorara el amor por encima de las apariencias. Jenna suplicó perdón, pero yo sabía que se había acabado. Le envié un último mensaje: adiós.
