El bosque estaba en silencio hasta que un aullido lastimero rasgó el aire. No sonaba como una amenaza, sino como una súplica.
El excursionista se quedó paralizado y, contra toda lógica, siguió el sonido.
Entre las densas ramas, divisó una silueta gris: un lobo, con la pata atrapada en una vieja trampa, sangre en la nieve, dolor y cansancio en sus ojos ámbar.
El hombre comprendió que la bestia no sobreviviría sin ayuda. Se acercó lentamente, evitando el contacto visual directo para no asustarla. Con cuidado, liberó la trampa y retrocedió.
El lobo se estremeció, liberó la pata y dio un paso atrás…

y de repente se detuvo. Durante unos segundos, se miraron fijamente: hombre y animal salvaje, unidos por una extraña y silenciosa confianza.
El lobo alzó el hocico al cielo y dejó escapar un aullido corto y penetrante, como diciendo: «Gracias».
El eco se desvaneció entre los árboles. El lobo se desvaneció entre la niebla, dejando solo huellas y la sensación de que algo más que un simple rescate había ocurrido.
El hombre permaneció inmóvil, sintiendo cómo el bosque volvía a enmudecer, como si recordara aquel instante.
