Siempre pensé que mi suegra era una pensionista normal y amable. Tranquila, educada, con una voz suave y una paciencia infinita. Nunca alzaba la voz y siempre sabía elegir sus palabras.
Adoraba a sus nietos: les traía caramelos, les contaba cuentos antes de dormir, se sentaba con ellos mientras mi marido y yo trabajábamos. Me sentía increíblemente afortunada; tenía la clase de suegra con la que uno solo puede soñar.
Así que cuando un coche patrulla se detuvo frente a nuestra casa una mañana, ni siquiera le presté atención. Pensé que probablemente era asunto de los vecinos.
Pero cuando dos agentes salieron del coche y se dirigieron directamente a nuestra casa, se me heló la sangre.
Abrí la puerta. Uno de ellos preguntó:
«¿Anna Ivanova?»
«Es mi suegra», respondí. «¿Qué ha pasado?» El agente me miró con seriedad y dijo:
«Necesitamos hablar con ella en persona».

Mi suegra salió de la habitación. Le temblaba la taza en las manos y tenía la mirada perdida.
Entonces, uno de los agentes abrió la carpeta y dijo con calma:
«Anna Ivanova, queda usted detenida bajo sospecha de una serie de fraudes financieros, suplantación de identidad y falsificación de documentos. Por favor, acompáñenos».
Me quedé estupefacta.
«¡Esto tiene que ser un error!», casi grité. «¡Está enferma! ¡Apenas puede caminar, ni siquiera puede ir a la tienda!».
Pero los agentes no me escuchaban. Uno de ellos la tomó suavemente del brazo y la condujo hasta el coche.
Mi suegra se giró, nos miró con los ojos llorosos y susurró:
«No quería que las cosas llegaran tan lejos…». Mi marido y yo fuimos a la comisaría, sin poder creerlo. Y lo que supimos allí nos heló la sangre. El investigador nos mostró las imágenes de las cámaras de vigilancia.
Aparece en la pantalla. Lleva una peluca y gafas, retirando una gran suma de dinero de una cuenta con un nombre falso.
Otra grabación la muestra enviando cheques falsificados por correo.
Y luego una vieja máquina de coser, en la que se encontraron docenas de pasaportes y documentos falsos.

Resultó que llevaba años robando la información personal de ancianos y cobrando sus pensiones.
Me quedé inmóvil, sintiendo cómo todo dentro de mí se desmoronaba. Habíamos vivido bajo el mismo techo todo este tiempo.
Le confié a mis hijos. Compartí mis preocupaciones con ella. La respetaba por su calma y bondad.
Ahora, cuando miro su fotografía —la de la sonrisa, con ojos amables y las arrugas alrededor de los labios— ya no veo a una anciana.
Veo a alguien que ha estado interpretando un papel toda su vida.
Una maestra del engaño, escondida tras una máscara de ternura y debilidad. Y lo peor es que no engañó a desconocidos. Engañó a quienes más la amaban.